jueves, 30 de julio de 2009

Cuentos



Fátima
(parte 1)




¡Ah, la ciudad!. La extraña muchísimo. Sus colores; sus casas altas, vistosas; sus miles de ventanas blancas; el llamado del muecín desde la torre de la mezquita; su infinita muralla. Y llora. Su rostro cubierto no deja ver las lágrimas a las que la recia arena, que se arremolina alrededor y que la castiga sin cansancio, no puede llegar. ¡Ah, los perfumes de su tierra!. El milenario incienso arrobando las tardes mientras su madre cocinaba los pequeños panes en su hornillo a ras del suelo. Y lejos, grises, casi prohibidas, las montañas sobre las que, quizás cuando Alá hizo el mundo, el profeta iluminado voló para traer el mensaje del que “no tiene destino”.


No puede parar de llorar. Es joven y hay cosas que aún no entiende. Su madre le ha contado todo entre lágrimas y gestos de dolor. Le ha dicho que Alí ha jugado con ese pequeño cubo, de seguro puesto por el demonio al alcance del hombre y lo ha arrojado al suelo y ha perdido, ¡habiendo puesto como garantía a su propia hermana!. ¡Que Muhamad lo perdone, porque ella nunca lo hará!. Y que la ampare por siempre porque ya no tendrá oportunidad de ver a su madre otra vez.


- ¡Ma’a Sala’am ‘a!, ¡Ma’a Sala’am ‘a! - la gente saludó la tarde de la despedida, cargando sus palabras con los frescos augurios para un buen viaje.


Y luego todo fue recuerdo.







La caravana partió de Sana’a bastantes días atrás y las montañas están lejos otra vez, en el lado oscuro de su corazón. La treintena de camellos ha superado la zona rocosa que precede al desierto y ya ha pasado una jornada desde que se adentraran en él. No lo van a cruzar. Nadie cruzaría el Rub al-Jali. Y menos en esa época del año en la que las escasas lluvias están dormidas. Ha escuchado que sólo lo atravesarán por una pequeña franja y luego tomarán hacia el sur, rodeando su gigantesco abdomen de dunas que casi llega hasta el mar. Y está bien, pues no existe persona que quiera ir a una muerte segura, allí, en medio de esa inmensa habitación vacía, como ellos la llaman.


Y encaramada en uno de los camellos va Fátima, triste por su destino de esclava de un amo desconocido que sólo conocerá cuando llegue a Abu Zabi, en la lejana y lúgubremente famosa Costa de los Piratas.


Las cestas van repletas de mercancías obtenidas en Yemen. Llevan incienso y hachís para ser revendidos a los barcos que llegan a aquellas distantes costas y para amenizar las reuniones del emir. Llevan también esclavos; Fátima entre ellos. Una mujer le ha dicho que con la ayuda del profeta, podría convertirse en concubina del soberano, pasando a formar parte de su harim, lo que le permitiría llevar una vida más placentera que siendo una simple criada. Pero ella está inmensamente triste. La traición de su hermano le ha llegado a los huesos y se jura venganza, eterna si es cierto que hay una vida después de dejar este mundo. Alí ha violado la sharia, la norma social que no permite el juego y mucho menos deshonrar a su familia entregándola a ella como una vulgar esclava y deberá ser castigado. Cuando regrese, ira sin dudarlo ante en qadi y le informará de lo ocurrido para que su hermano reciba lo que se merece. Y luego festejará con su pobre madre.


Cuando regrese.


Tarde sabría de lo ocurrido a su hermano. Arrepentido, Alí ha salido un día, antes del amanecer, sin despertar a su madre, y presa del remordimiento se ha lanzado a lo desconocido para rescatarla. Pero el cubo de la fatalidad se cerniría ahora sobre él. Alá, con su mano misteriosa, le ganaría esta partida de dados. El muchacho ha cruzado las montañas y en un esfuerzo por alcanzar la caravana, ha extenuado a la pobre bestia que lo llevaba y ésta ha caído sin vida, dejándolo de a pié a partir de allí y a las puertas del Rub al-Jali. Y se ha adentrado en ese infierno, desorientado y abatido por su propia conciencia. Pensaba robar a su hermana de ser necesario, pero no puede distinguir nada en ese abrasador horizonte. Con las pocas fuerzas que le quedan, ha trepado a la duna más alta, tan sólo para otear su propio albur que es más oscuro cada vez. Rendido, ha dejado rodar su cuerpo cuesta abajo y al final de la caída ha llorado largamente. Y convencido entonces de su fracaso, decide saldar cuentas con Alá. El orgulloso cuchillo yemení se escapa de su recargada funda y Alí, temblando, lo entierra profundo en su muslo derecho, hasta tocar el hueso. Luego, con el más doloroso esfuerzo, arremete transversal con el filo del metal, asegurando así haber cortado la arteria de la pierna y deja que la sangre escape libre para unirse con la arena en ardiente encuentro. Echado en ese cálido lecho, Alí entregó sus últimas oraciones al enigmático silencio del desierto.




Continuará?



domingo, 19 de julio de 2009

De todos los días

El Patio







Alguna vez en este patio se festejó un casamiento; alguna vez también una despedida de soltero; porque la noche vestida de gala, aunque humilde, también tiene cabida en él.
Con algún diente ausente, pero con esa sonrisa feliz, casi de niño, mi padre bailó con mi madre, tomándola entre sus manos como si fuera una pequeña mariposa blanca, haciéndola girar con el vals que sonaba milagroso en el viejo equipo. El piso de tierra parecía de mármol y el cielo de marzo hizo brillar las estrellas como nuca se había visto. Esa noche festiva quedó guardada para siempre en el alma del patio.







Años después, las mismas noches de marzo habrían de arrullar el sufrimiento de mi padre.
Sentado, pues acostado ya casi no podía respirar, colocaba un almohadón en la mesa y así conciliaba un brevísimo sueño de hombre resignado, bajo el oscuro ramaje de los árboles, que dolidos, dejaban caer sus lágrimas de silencio.
Esa tristeza también quedó guardada en el alma del patio.
Cuando murió me quedó en la memoria la frase que alguien dijo: "Ha caído un quebracho".
Al llegar la navidad, festejada como todas en ese mismo patio, no pude aguantar los recuerdos y mi llanto rodó para quedar en el suelo, como una tinta de pena.



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