lunes, 29 de junio de 2009

Fragmentos de ausencia


El rey que escribía


Recordé un sueño. Había un hombre que decía ser escritor. Cierta pulcritud y un aire de solitaria reflexión me lo confirmaban. Su rostro se me escapa ahora pero eso importa poco.
Este es el cuento del rey que escribía –dijo, sin mediar sorpresa de mi parte, como si Scheherazade continuara sus historias nocturnas.
Su majestad había escrito tanto que una confusión de papeles se acumulaba doquier por la biblioteca, haciendo caso omiso del orden que imperaba en los anaqueles; y tal era su fiebre amanuense que los asuntos del reino habían sido relegados para su arbitraje en momentos de ocio.
Los ojos del soñado narrador quedaron fijos en mí e intuyo ahora que algo querían transmitirme, quizás una respuesta o la sombra de un presagio. He sopesado las palabras y los gestos nebulosos y creo que este hombre era tanto como mi álter ego en pleno afán de advertirme sobre mis miedos.
Alguien –continuó el relator– sugirió al regio escribiente que pusiera orden a toda esa vorágine manuscrita. Su majestad acusó la sensata idea y se dio a la tarea de disponer con método su voluminosa obra la cual, preciso es decirlo, versaba sobre cuestiones soberanas y de estado más los aditamentos de alcoba de rigor. Pero en plena revisión, descubrió el rey que faltaba una hoja y para su consternación, era aquella que hablaba de sus más íntimos temores, la evidencia de su lado débil que en manos impropias provocaría la segura caída de su estirpe. Desesperado, escudriñó los cajones de su escritorio sin resultado. La pesquisa caería luego sobre los poblados anaqueles y la biblioteca entera terminó en un tumulto como jamás se había visto, sin mayor provecho. El rey bullía. El senescal fue instruido y en breve todo cajón, todo estante y todo arcón de palacio era indagado por manos nerviosas que sujetaban los mínimos vestigios de papel hallado casi como auténticas gemas. Pero nada. La soberana paciencia del ungido se acababa. Pronto, los inquisidores literarios cabalgaron raudos y, con ánimo de complacer a su monarca, confiscaban y vaciaban los cajones, los estantes y los arcones del extenso feudo. Nada se hallaba. Acaso los mal intencionados, sabidos del motivo de desconsuelo de su señor, plagiaban escritos que de tanto en tanto eran descubiertos y revisados por una legión de avezados calígrafos que terminaban desechándolos luego de dictaminar su falsedad. En un delirio final, la propia mano real echó a la hoguera todo lo escrito y todo lo hallado mientras en los miríficos jardines, las flores danzaban ante el fuego. El rey se recluyó en palacio y nunca más sus súbditos volvieron a verlo. Por los caminos corrió una voz triste: el soberano había enloquecido, víctima de su propio pánico.
La voz onírica se fue apagando con las últimas palabras. Recuerdo la silueta poniéndose de pié frente a una ventana. No puedo asegurarlo, pero creo que suspiró.
Es tarde –me dijo el hombre con un tono apenas resignado–. Te dejo esta historia porque es tarde.
Todos somos vasallos alguna vez en nuestras vidas. Todos podemos ser reyes también –dijo mi boca no sin asombro.
Eso no es en verdad importante –contestó el escritor– pero, ¿qué crees tú que eres ahora?
Desperté. Algún olvidado impulso me llevó hasta el mínimo cajón. Una hoja de apariencia antigua esperaba sobre los otros papeles. Escrita en un modo primitivo, decía así:...



sábado, 27 de junio de 2009

Famatina Mon Amour


Enter al Gordo



El frío puro de la mañana hizo de banderazo de partida mientras los pequeños cerros a la salida de Chilecito custodian, acaso para decir: ¡Volvé, que queda vino en la jarra! Es divertido; sólo les faltan los pañuelos, son chiquitos de verdad.
Después la tierra va creciendo a lo largo y a lo alto y la ruta, que siempre es un hilo, hace un tajo entre dos mundos. Al este, un valle casi plano y extenso que termina en la otra sierra (recuerdo fogatas a lo lejos y el humo redondo como queso, apenas suspendido en el aire). Y al oeste los cerros hijos de sus mayores que se esconden más atrás. La verdad es que la ruta nos lleva como si fuéramos montados en ella porque está buena. Veinte kilómetros más adelante tomamos el desvío a la izquierda, cruzamos un puente y luego rodeamos un cerro y a poco de surcar el nuevo camino nos encontramos con plantaciones de nogales y algunos pequeños parrales que nos indican la cercanía de nuestro destino. Y ese mismo olor lechoso de la mañana que a veces se mezcla con el de la leñita quemada. ¡Qué lindo!
Un bulevar prometedor nos recibió al entrar a la pequeña localidad; luego doblamos a la izquierda y tomamos una calle que pareciera que termina entre las piernas de las montañas madres y unas cuadras adelante llegamos a la central, en donde teníamos que realizar algunas tareas. En verdad el trabajo fue un estorbo porque nuestro ritmo de vida choca con esa burbuja de paz del lugar.
Quiero contar otra cosa, eso que siento cada vez que llego a uno de los que yo llamo "shangrilas" argentinos.
Lo más notorio y lo que siempre se percibe en estos lugares, es esa rutina del pueblo que se despereza como un perro de pueblo: una rutina larga, que da tiempo para mirar al sol, para rascarse y acicalarse, para suspirar porque sí nomás, para saludar al que quiera recibir un saludo (en un pueblo son todos), para reconocerse y reconocer al mundo, aunque sea él mismo o aparente serlo. El aire tan bueno te deja ver todo como si fuera una lupa para lo bello. El cielo es tan cielo que, como dijera el cumpa Luis, parece que lo tenés ahí nomás, te subís a una escalera y podés tocarlo. Lo he visto de noche en otros "shangrilas" y sé de qué habla.
Y ese color de la tierra que se sube por las paredes de adobe y llega a los techos bajos y flequilludos y que invita a la modorra sentado sobre un banco chueco, o a rumbear a la mansa penumbra con la china tomada de la mano para regalarse aunque más no sea el aliento cimarrón.
Pero lo bueno dura sólo el día de las ofertas y después hay que dirse, dejpacio nomáh, como perro que lo ha echao, casi asustado sabiendo que va a pasar mucho tiempo antes de algún posible regreso.
A la salida del pueblo nos pusimos tristes y se nos ocurrió pensar qué fabuloso sería tener una máquina teletransportadora y que con sólo teclear F-A-M-A-T-I-N-A y ENTER, apareciéramos ahí para, no sé digamos, tomar unos mates con... pan casero y queso de cabra...mmmmmmm, con ese sol, esa tarde, esa tranquilidad, ese paisaje. Mierda, nos dio pena tener tan poco tiempo.
Pero la luz se encendió y se nos ocurrió deducir qué pasaría si la máquina susodicha tuviera que transportar a nuestro compañero, “El Gordo”, y un mini guión salió de nuestras bocas.
- ¡Enciendan el 2º generador! ¡No podemos teletransportar su cabeza! ¡Máxima potencia! ¡Máxima potencia! (luces rojas en los tableros; sirenas en los pasillos; operarios corriendo)- y nosotros explotando en una sola carcajada mientras imaginamos un inmenso abdomen con piernas semimaterializado en el paisaje. O al revés; semejante masa encefálica flotando sola sobre una vaca sorprendida que sólo atina a emitir un ¿Mu?
Reímos hasta ahogarnos.
Así, con el sol de la tarde aún sin ocultarse tras la majestuosa espalda mineral del mundo, hicimos el regreso sobre el suave colchón de nostalgias por lo que se deja, al que agregamos el somnier de nuestro humor. El sueño llegó después de la cena, con el cansancio del día y el buen vino riojano y antes de apagar la luz y dormirme, murmuré complacido...Famatina Mon Amour...

PD: Si regresamos por Cuesta de Miranda el viaje ya no me pertenece. Si lo hacemos por Cueva del Chacho, me quedo en Los Colorados.



Fragmentos de ausencia



Zapatos


En sus últimos años de sufrir mi padre aprendió a compartir los sentimientos. Un día estábamos en casa tirando todo lo viejo de un galpón tan viejo como el mundo. Nada se salvaba: ropa sucia agujereada por polillas; diarios amarillos con primeras páginas mostrando siempre la misma historia de un país enfermo y sin cura; muebles flacos de no usarse; ¡¡zapatos!! Había un par que nos llamó la atención por su forma y color. Eran aplastados de arriba abajo y tenían una suela ancha. Negros, con los detalles marrón claro de alguna moda pasada.
¿Y éstos? -pregunté con sorpresa.
¡Son para matar cucarachas! -dijo uno de mis hermanos.
¡No! ¡Son las patas de rana de un buzo! -dijo el otro mientras agarraba los zapatos y con los brazos imitaba el movimiento ondulado de las piernas al nadar.
Mi padre rió largo y luminoso pero casi sin hacer ruido, como si el esfuerzo le doliera. Imaginé a alguien bajo el agua con un apretado traje de goma y los raros zapatos. Apenas éramos jóvenes y también reímos mientras el sol alumbraba jocoso esa breve felicidad.