viernes, 18 de septiembre de 2009

Fragmentos de ausencia

No le cuentes a nadie

A Papá le gustaba la carpintería. Me acuerdo de las repisas pequeñas que nos hizo. Cuatro. Una para cada uno; todas con formas distintas y todas pintadas de blanco para que las colgáramos cerca de nuestras camas.
Un día peleábamos y gritábamos en nuestra pieza no sé por qué boluda razón de chicos. A Papá se lo oía en el patio trabajando con el serrucho. Entonces la puerta se abrió y él entró y nos tomó con fuerza.
- ¡Qué les pasa! ¡Sosiéguense, sosiéguense! -dijo con su voz grave.
Enmudecimos y él quedó pensativo por un momento largo. Miraba el suelo. Respiraba agitado.
- Hijos, su madre está muy enferma y la tía también -pero ahora su voz se quebraba en pedacitos de llanto retenido.
Fue como que la luz triste de esa siesta de invierno que entraba por la ventana, le cambió el rostro. Fue verlo más viejo con su pulóver oscuro y su gorra de lana con visera.
-¡Ayudenmé hijos! ¡Portensé bien! -sus ojos se pusieron colorados y aparecieron unas lágrimas pequeñas, avergonzadas. Sacó un pañuelo y se secó los ojos. Cuando salió pude ver su espalda cansada.
Era verdad, Mamá estaba muy enferma. Con el tiempo comprendí lo grave de su enfermedad y ahora, tantos inviernos después y con el recuerdo joven que me trae este día gris, entiendo el amor que había entre ellos, inmenso y necesario, incondicional y sufrido. Tal vez esas lágrimas lo ayudaron a soportar la incertidumbre de no tener más a su compañera. Tal vez era la única forma de decirnos que tenía miedo.
No hubo castigo. No fue necesario. Había sido suficiente para nosotros ver el lado humano de nuestro padre. Un silencio amargo nos quemó las ansias mientras afuera sonaba el martillo con ecos dolorosos.
Cuando Miguel -nuestro hermano mayor- volvió del colegio, le dijimos a solas.
- No le cuentes a nadie. El Papá estuvo llorando.


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