sábado, 27 de febrero de 2010

El llamado



Tan lejos. Entendía que había traspuesto un límite, pero jamás supo cómo disculparse. Después de todo, la gente tenía ritos tan complicados que era casi una utopía cumplirlos sin cometer algún error.
Acurrucada hasta lo mínimo en el asiento trasero y con su humildad de perro, esperaba un castigo que aún no llegaba. Entonces las ruedas chirriaron y fugaz, vio la puerta abierta y la mano dura tomándola por su cerviz. Aulló, menos de dolor que de tristeza. Se descubrió volando por el aire en un planeo breve y luego, la brusca caída. Huyó, solo un trecho. Luego giró sobre sí y distinguió las dos figuras humanas subiendo al automóvil y alejándose con un viento de odio. La soledad comenzó a rodearla y lloró sin evitarlo, mientras sus trémulos cuartos traseros tomaban contacto con la banquina caldeada.
La niña también lloraba. La fiebre causada por la mordedura aumentaba inquietante a pesar de las medicinas administradas y en contra de todo optimismo. Sentado sobre la cama y en constante vigilia, su abuelo se negaba a aceptar los hechos.
¡Perra de mierda, por qué tuviste que hacerlo! – pero ni siquiera así podía odiar al animal.
El cuerpecito infantil se estremeció en un lapsus de dolor y luego se calmó. El viejo dejó escapar algunas lágrimas por la niña. Y también por el animal.
¡Dina! – pensó intenso tras cerrar los ojos.
¡Dina! – pensó aún más intenso.
A decenas de kilómetros, la perra yacía en resignada espera con el hocico sobre sus miembros delanteros. A un tiempo, levantó la cabeza e irguió sus orejas como si hubiera visto u oído algo familiar. Su cola bailaba feliz. Ladró dos veces y comenzó a respirar y a jadear contenta. ¿Se acercaba el amo?... Nada. Su alegría se disipó y volvió a su mansa posición.


(en breve pongo el link para el cuento completo)

viernes, 8 de enero de 2010

Revistas El Péndulo



Las revistas El Péndulo, de las que a continuación subo las fotos de las tapas, atraparon mi avidez por la lectura ya hace varios años. Con ellas continué con el amor que me nació por la literatura de CF cuando tenía entre quince y veinte años. Creo que calaron bastante: uno de mis escritos fue influenciado por los relatos que aparecían en cada número de la revista-libro. Ya lo subiré para deleite o disgusto del que se aventure a leerlo.
Las primeras revistas de El Péndulo aparecieron por el año 1979 pero, debido (¡Oh, qué extraño!) a las vicisitudes económicas del país, no pudo continuar. Luego aparecerían las llamadas Segunda y Tercera Época, igualmente separadas por algunos años y con ellas la mayor tirada (tengo los quince números editados) y la más prolífica en cuanto a recopilaciones de relatos y a ilustraciones. Creo que por la misma causa que impidió continuar con el primer emprendimiento, el segundo y el tercero también se detuvieron y unos años después se retomó pero lamentablemente con una brevedad poco consoladora (tengo los dos únicos números de ésta que llamo la Cuarta Época).
El estilo es similar al de la señera revista Fierro excepto que se deja poco lugar para las historietas y casi todo el espacio de la publicación está dedicado a los relatos de ciencia ficción de los más variados autores.

A continuación, las tapas:






viernes, 18 de septiembre de 2009

Fragmentos de ausencia

No le cuentes a nadie

A Papá le gustaba la carpintería. Me acuerdo de las repisas pequeñas que nos hizo. Cuatro. Una para cada uno; todas con formas distintas y todas pintadas de blanco para que las colgáramos cerca de nuestras camas.
Un día peleábamos y gritábamos en nuestra pieza no sé por qué boluda razón de chicos. A Papá se lo oía en el patio trabajando con el serrucho. Entonces la puerta se abrió y él entró y nos tomó con fuerza.
- ¡Qué les pasa! ¡Sosiéguense, sosiéguense! -dijo con su voz grave.
Enmudecimos y él quedó pensativo por un momento largo. Miraba el suelo. Respiraba agitado.
- Hijos, su madre está muy enferma y la tía también -pero ahora su voz se quebraba en pedacitos de llanto retenido.
Fue como que la luz triste de esa siesta de invierno que entraba por la ventana, le cambió el rostro. Fue verlo más viejo con su pulóver oscuro y su gorra de lana con visera.
-¡Ayudenmé hijos! ¡Portensé bien! -sus ojos se pusieron colorados y aparecieron unas lágrimas pequeñas, avergonzadas. Sacó un pañuelo y se secó los ojos. Cuando salió pude ver su espalda cansada.
Era verdad, Mamá estaba muy enferma. Con el tiempo comprendí lo grave de su enfermedad y ahora, tantos inviernos después y con el recuerdo joven que me trae este día gris, entiendo el amor que había entre ellos, inmenso y necesario, incondicional y sufrido. Tal vez esas lágrimas lo ayudaron a soportar la incertidumbre de no tener más a su compañera. Tal vez era la única forma de decirnos que tenía miedo.
No hubo castigo. No fue necesario. Había sido suficiente para nosotros ver el lado humano de nuestro padre. Un silencio amargo nos quemó las ansias mientras afuera sonaba el martillo con ecos dolorosos.
Cuando Miguel -nuestro hermano mayor- volvió del colegio, le dijimos a solas.
- No le cuentes a nadie. El Papá estuvo llorando.


lunes, 14 de septiembre de 2009

De todos los días

Piedras





¡Plam!
Mi hermano irrumpe en la cocina como un toro enojado y busca a los chicos (ese día estaban en casa).
-¿¡Quién está tirando piedras con la honda!?
-¿¡A dónde están los boludos que tiran piedras!?
Los tres, subidos a un altillo pegado al asador, casi en silencio, asomaron sus ojos asustados. Ni qué decir la cara de miedo-cagazo que tenían. Que bajensé, que son pelotudos ustedes, que vino el vecino a quejarse que lo estaban bombardeando como en Vietnam, que cómo van a hacer eso. Todo con voz de trueno. Me parece que hizo efecto.
Después surgió la idea de que fueran a la casa del vecino a disculparse. ¡Para qué!. Les agarró un terror tan cómico, tan sincero. No querían terminar la merienda para no ir. Pero tuvieron que ir. Uno se escondía detrás de las piernas de mi vieja; el otro se tapaba los ojos con las manos y así pedía disculpas; el más grande tartamudeaba. Todo un circo.
Siempre quedará la duda si aprendieron la lección. Lo que nos queda a nosotros, "los grandes", es la experiencia de compartir con ellos sus travesuras, que más que eso, a veces son un verdadero regalo.


¿Y la radiografía? Esa es otra historia.


domingo, 13 de septiembre de 2009

Cuentos

El pupilo


Dicen que don Sosa entró y lo miró al flaco con cara de incrédulo. Bueno, es de imaginar que semejante apariencia no inspirara nada relacionado con alguna aptitud para el boxeo y menos para una mayor fama del gimnasio que el viejo regenteaba.
El tipo, de unos treinta y tantos años, era más que delgado, casi huesudo a juzgar por sus menudos brazos y sólo cuando se calzó los pantalones cortos, se pudo examinar con total desconcierto lo que su enjuto cuerpo insinuaba. Sin contar la crecida barba y la melena de mártir medieval, el fulano era lampiño total desde el cuello hasta los pies y su piel era clara, como la de esos judíos rusos que vinieron escapando de la guerra. El porte endeble, el pecho hundido y las piernas tan raquíticas hacían pensar que el sujeto estaba loco si quería convertirse en boxeador. Y eso sin contar la edad.
Pero el viejo lo tomó.
- Atate el pelo muchacho - le ordenó don Sosa antes de que subiera al ring.
Dicen que el flaco lo miró de un modo tan fijo, tan profundo, que el viejo casi se come el resto del cigarrillo que le colgaba de los labios.  El hombre terminó subiendo con el pelo suelto y con un andar cansino que más bien recordaba a un peregrino que hubiera dado dos vueltas al mundo, mientras, al lado del cuadrilátero, don Sosa se preguntaba perplejo si había hecho lo correcto al enrolar al individuo. Dicen que sospechó que iban a suceder cosas malas.
Al primero que lo puso fue a Ramoncito, el  veterano sparring del club; ese al que el viejo lo quería como a su hijo. El flaco se paró y dejó la guardia baja, esperando a que Ramoncito tomara el centro del ring. Entonces el sparring se le vino encima, rápido como un zarpazo. De seguro el viejo le había dicho que lo gastara de entrada al flaco, para que se le fueran ahí nomás sus ínfulas de boxeador. Dicen que el hombre levantó la guardia y recibió tres crosses alternados del sparring pero o bien sabía pararse o tenía de verdad una fortaleza física oculta. Lo cierto es que esos golpes apenas lo movieron. Y ahí nomás arremetió el flaco. Empezó con un toque de izquierda corto al rostro de Ramoncito que, confiado en divertirse con el novato, no se había puesto el protector. Fue tan rápido y potente que el sparring quedó medio  noqueado. El flaco aprovechó y le mandó una estocada al bazo con el puño derecho y después un cross de izquierda fulminante a la mandíbula. Y ahí terminó Ramoncito.
El flaco se agachó, le levantó la cabeza como pudo con esos guantes, le dijo unas palabras que nadie escuchó excepto el sparring y dejó que el médico del gimnasio lo socorriera...


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Cuentos

Del arte de crear


¡Ah, fue una tarea gratificante, pero probadamente laboriosa!.
Tenía ciertas ideas, claro está, aunque me dejé llevar por el instinto casi desde el inicio. Y no creas que es el modo más simple de hacerlo. No, no. Todo lo contrario. Te lo digo yo que de las cosas del azar conozco bastante.
Por ese entonces, y te estoy hablando de unos cuantos años atrás, tenía dentro mío una turbulencia que me llamaba poderosamente la atención. Por supuesto que sabía qué era, pero a nivel de mi arte, las cosas se saben por lo que no se sabe. Te suena extraño, ¿no?. Bien, bien; a su debido momento lo entenderás. O mejor debería decir “lo sentirás”.
Lo cierto es que esta inquietud fue estremeciendo mi lado femenino y creo que por esa causa esta obra de arte en particular se relaciona con la mujer. Y digo, empujó mi costado sutil hasta que hube de ceder, porque, tenga en cuenta todo aquel que se precie de artista o artesano, que es casi un deber abandonarse, sucumbir a su obra por más objetivos que sean los resultados.
El único plan que seguí, fue procurarme ciertas substancias aún no descubiertas por ser alguno. Y ese también es un secreto que te develo puesto que, llegado el caso de que tú te conviertas en creador, deberás siempre sazonar tu obra con algo de misterio. Suena romántico pero no lo es. El misterio tiene un sentido práctico muy poderoso que todavía está por revelarse.
Y de allí en más, puse todos los elementos en uno de mis laboratorios predilectos -la gente le ha dado muchos nombres aunque creo que el mejor de todos es “atelier”- y me di a la tarea de observar, que no debe ser dada a menoscabo alguno porque tú bien sabes que el observar es una de las actividades primarias de toda creación. Contemplé pues una maravillosa generación.
Un torbellino oscuro que de a poco iba ganando brillo, se fragmentaba en capas que se adivinaban de una tersura sin igual. Al principio pensé que se trataba de una estrella, pues su luz y su color primigenios eran tales que mis ubicuos ojos no hallaban modo de definir su silueta. Mas cuando ésta fue cuajando, aprecié mejor sus líneas voluptuosas. Un enjambre central se predestinaba rodeado de carnosos labios que me sugirieron el sexo de una hembra. O mejor sea dicho un sexo dentro de otro sexo y éste a su vez dentro de otro y otro, en caprichosa distribución, como es mi esencia y rezumando todo un primoroso aroma. Me dije que esta concepción era, por antonomasia, la belleza manifestada y reflexioné que por causa de ello, sería presa de la codicia. Busqué dentro de mí y hallé al fin un recurso. Ciertas agudas defensas colocadas en armoniosa distribución sirvieron a mi cometido y así liberé mi nueva obra en medio del atelier, para que creciera en mi complacencia.


¿Y qué nombre le puso, Maestro?.


Rosa.


sábado, 12 de septiembre de 2009

Cuentos


Serpiente Gris



¿Cuántos pasos?. Había perdido la cuenta sin siquiera notarlo. Atrás, peligrosamente atrás, quedaron las tiendas y el olor del fuego y los caballos inquietos bufando en grupo. Pero debía hacerlo pues esa era la severa ley que su padre le había transmitido la noche previa, cuando los hombres de la tribu decidieron que el momento había llegado. Era tiempo de que buscara su nombre.

Caminaba por un sendero que apenas se discernía en la hierba; a sus espaldas llevaba dos bultos, uno con la reserva de agua necesaria para su misión; el otro más pequeño, conteniendo lo que su padre le había dado a instancias del chamán: su posible salvación. Su andar nervioso del principio fue desapareciendo y dio lugar a una tranquila alerta y sus sentidos expandidos comenzaron a disfrutar del viaje de una forma desconocida hasta entonces. Se sentía mucho más libre, casi como el águila que en esos momentos sobrevolaba las colinas cercanas.
Se detuvo en seco cuando sus oídos percibieron un ruido suave en los arbustos altos y aferró el hacha de piedra que pendía de su cintura pero recordó que sólo debería usarla cuando su vida estuviera en peligro cierto. Vio un brazo y luego otro y para su alivio cayó en cuenta de que eran mujeres que retornaban a la aldea desde ese lugar secreto que ningún hombre podía hollar pues allí realizaban ellas la limpieza íntima de sus cuerpos y los ritos propios de los periodos de menstruación. Las cruzó en la senda mas todo fue silencio, no hubo miradas ni palabras. Él ni siquiera volvió la vista luego de dejarlas atrás y se reconcentró nuevamente en lo que tenía por delante. Caminó y caminó hasta que el sol subió al medio cielo.
Tiempo ha que su padre le contara, siendo aún niño, que cuando llegara a ser un joven fuerte y decidido, debería enfrentar el rito de las dos lunas, llamado así porque tenía lugar en época en que las lluvias eran escasas y el cielo se mostraba constelado casi todas las noches. Todo comenzaba con la luna negra y todo terminaba con la luna blanca en medio de una gran celebración en agradecimiento al Espíritu. En esas jornadas los hombres jóvenes debían buscar su identidad para enfrentar sus días posteriores como adultos de la comunidad.
Comenzó a sentir hambre. Se apartó un trecho de la senda, hasta un árbol pequeño y cortó los diminutos frutos color rojo sangre arracimados en abundancia. Detuvo la tarea y se quedó mirando fijamente al árbol. Nada sucedió. Cortó algunos frutos más y volvió al camino no sin antes agradecer el alimento. Se sentó entonces sobre una roca y comenzó a disfrutar de esa frugal comida y mientras lo hacía, una ardilla se acercó casi hasta su lado y con sus manitos hizo ademanes de querer tomar una de las drupas pero temerosa, no se atrevía. De repente los ojos del animalito se quedaron fijos en los suyos, él sintió un cosquilleo extraño en el estómago y no atinó a moverse, lo que fue aprovechado por el roedor que veloz, tomó uno de los frutos y huyó blandiendo su pomposa cola como un escudo para la fuga. Él volvió en sí, bebió unos sorbos de agua, se puso en pie y continuó caminando. El águila había desaparecido.


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lunes, 7 de septiembre de 2009

Relatos breves


El nudo y la viga




Un buen nudo - dijo el padre - es aquel que puede soportar una gran carga sin deshacerse.
El niño escuchaba atento, con sus ojos infantiles abiertos en un rictus de sorpresa que puso orgulloso a su progenitor mientras, sujetado con firmeza a la cuerda, un enorme madero casi volaba por el aire y era ubicado en la cúspide de la techumbre.
Una buena viga - explicó el padre - es aquella que puede soportar un gran peso sin romperse.
La mirada del muchacho lo indagaba todo como si fuera una curiosa aventura.
La enseñanza no fue vana.
Ya viejo, el padre pudo dar fe de lo aprendido por su hijo cuando, con el corazón atribulado de tristeza, tuvo que descolgar su cuerpo frío desde la viga mayor. Algunas líneas de orgullo descansaban para siempre en el rostro del suicida. El nudo era perfecto.




jueves, 30 de julio de 2009

Cuentos



Fátima
(parte 1)




¡Ah, la ciudad!. La extraña muchísimo. Sus colores; sus casas altas, vistosas; sus miles de ventanas blancas; el llamado del muecín desde la torre de la mezquita; su infinita muralla. Y llora. Su rostro cubierto no deja ver las lágrimas a las que la recia arena, que se arremolina alrededor y que la castiga sin cansancio, no puede llegar. ¡Ah, los perfumes de su tierra!. El milenario incienso arrobando las tardes mientras su madre cocinaba los pequeños panes en su hornillo a ras del suelo. Y lejos, grises, casi prohibidas, las montañas sobre las que, quizás cuando Alá hizo el mundo, el profeta iluminado voló para traer el mensaje del que “no tiene destino”.


No puede parar de llorar. Es joven y hay cosas que aún no entiende. Su madre le ha contado todo entre lágrimas y gestos de dolor. Le ha dicho que Alí ha jugado con ese pequeño cubo, de seguro puesto por el demonio al alcance del hombre y lo ha arrojado al suelo y ha perdido, ¡habiendo puesto como garantía a su propia hermana!. ¡Que Muhamad lo perdone, porque ella nunca lo hará!. Y que la ampare por siempre porque ya no tendrá oportunidad de ver a su madre otra vez.


- ¡Ma’a Sala’am ‘a!, ¡Ma’a Sala’am ‘a! - la gente saludó la tarde de la despedida, cargando sus palabras con los frescos augurios para un buen viaje.


Y luego todo fue recuerdo.







La caravana partió de Sana’a bastantes días atrás y las montañas están lejos otra vez, en el lado oscuro de su corazón. La treintena de camellos ha superado la zona rocosa que precede al desierto y ya ha pasado una jornada desde que se adentraran en él. No lo van a cruzar. Nadie cruzaría el Rub al-Jali. Y menos en esa época del año en la que las escasas lluvias están dormidas. Ha escuchado que sólo lo atravesarán por una pequeña franja y luego tomarán hacia el sur, rodeando su gigantesco abdomen de dunas que casi llega hasta el mar. Y está bien, pues no existe persona que quiera ir a una muerte segura, allí, en medio de esa inmensa habitación vacía, como ellos la llaman.


Y encaramada en uno de los camellos va Fátima, triste por su destino de esclava de un amo desconocido que sólo conocerá cuando llegue a Abu Zabi, en la lejana y lúgubremente famosa Costa de los Piratas.


Las cestas van repletas de mercancías obtenidas en Yemen. Llevan incienso y hachís para ser revendidos a los barcos que llegan a aquellas distantes costas y para amenizar las reuniones del emir. Llevan también esclavos; Fátima entre ellos. Una mujer le ha dicho que con la ayuda del profeta, podría convertirse en concubina del soberano, pasando a formar parte de su harim, lo que le permitiría llevar una vida más placentera que siendo una simple criada. Pero ella está inmensamente triste. La traición de su hermano le ha llegado a los huesos y se jura venganza, eterna si es cierto que hay una vida después de dejar este mundo. Alí ha violado la sharia, la norma social que no permite el juego y mucho menos deshonrar a su familia entregándola a ella como una vulgar esclava y deberá ser castigado. Cuando regrese, ira sin dudarlo ante en qadi y le informará de lo ocurrido para que su hermano reciba lo que se merece. Y luego festejará con su pobre madre.


Cuando regrese.


Tarde sabría de lo ocurrido a su hermano. Arrepentido, Alí ha salido un día, antes del amanecer, sin despertar a su madre, y presa del remordimiento se ha lanzado a lo desconocido para rescatarla. Pero el cubo de la fatalidad se cerniría ahora sobre él. Alá, con su mano misteriosa, le ganaría esta partida de dados. El muchacho ha cruzado las montañas y en un esfuerzo por alcanzar la caravana, ha extenuado a la pobre bestia que lo llevaba y ésta ha caído sin vida, dejándolo de a pié a partir de allí y a las puertas del Rub al-Jali. Y se ha adentrado en ese infierno, desorientado y abatido por su propia conciencia. Pensaba robar a su hermana de ser necesario, pero no puede distinguir nada en ese abrasador horizonte. Con las pocas fuerzas que le quedan, ha trepado a la duna más alta, tan sólo para otear su propio albur que es más oscuro cada vez. Rendido, ha dejado rodar su cuerpo cuesta abajo y al final de la caída ha llorado largamente. Y convencido entonces de su fracaso, decide saldar cuentas con Alá. El orgulloso cuchillo yemení se escapa de su recargada funda y Alí, temblando, lo entierra profundo en su muslo derecho, hasta tocar el hueso. Luego, con el más doloroso esfuerzo, arremete transversal con el filo del metal, asegurando así haber cortado la arteria de la pierna y deja que la sangre escape libre para unirse con la arena en ardiente encuentro. Echado en ese cálido lecho, Alí entregó sus últimas oraciones al enigmático silencio del desierto.




Continuará?



domingo, 19 de julio de 2009

De todos los días

El Patio







Alguna vez en este patio se festejó un casamiento; alguna vez también una despedida de soltero; porque la noche vestida de gala, aunque humilde, también tiene cabida en él.
Con algún diente ausente, pero con esa sonrisa feliz, casi de niño, mi padre bailó con mi madre, tomándola entre sus manos como si fuera una pequeña mariposa blanca, haciéndola girar con el vals que sonaba milagroso en el viejo equipo. El piso de tierra parecía de mármol y el cielo de marzo hizo brillar las estrellas como nuca se había visto. Esa noche festiva quedó guardada para siempre en el alma del patio.







Años después, las mismas noches de marzo habrían de arrullar el sufrimiento de mi padre.
Sentado, pues acostado ya casi no podía respirar, colocaba un almohadón en la mesa y así conciliaba un brevísimo sueño de hombre resignado, bajo el oscuro ramaje de los árboles, que dolidos, dejaban caer sus lágrimas de silencio.
Esa tristeza también quedó guardada en el alma del patio.
Cuando murió me quedó en la memoria la frase que alguien dijo: "Ha caído un quebracho".
Al llegar la navidad, festejada como todas en ese mismo patio, no pude aguantar los recuerdos y mi llanto rodó para quedar en el suelo, como una tinta de pena.



Hacé click en las fotos para ampliarlas.

lunes, 29 de junio de 2009

Fragmentos de ausencia


El rey que escribía


Recordé un sueño. Había un hombre que decía ser escritor. Cierta pulcritud y un aire de solitaria reflexión me lo confirmaban. Su rostro se me escapa ahora pero eso importa poco.
Este es el cuento del rey que escribía –dijo, sin mediar sorpresa de mi parte, como si Scheherazade continuara sus historias nocturnas.
Su majestad había escrito tanto que una confusión de papeles se acumulaba doquier por la biblioteca, haciendo caso omiso del orden que imperaba en los anaqueles; y tal era su fiebre amanuense que los asuntos del reino habían sido relegados para su arbitraje en momentos de ocio.
Los ojos del soñado narrador quedaron fijos en mí e intuyo ahora que algo querían transmitirme, quizás una respuesta o la sombra de un presagio. He sopesado las palabras y los gestos nebulosos y creo que este hombre era tanto como mi álter ego en pleno afán de advertirme sobre mis miedos.
Alguien –continuó el relator– sugirió al regio escribiente que pusiera orden a toda esa vorágine manuscrita. Su majestad acusó la sensata idea y se dio a la tarea de disponer con método su voluminosa obra la cual, preciso es decirlo, versaba sobre cuestiones soberanas y de estado más los aditamentos de alcoba de rigor. Pero en plena revisión, descubrió el rey que faltaba una hoja y para su consternación, era aquella que hablaba de sus más íntimos temores, la evidencia de su lado débil que en manos impropias provocaría la segura caída de su estirpe. Desesperado, escudriñó los cajones de su escritorio sin resultado. La pesquisa caería luego sobre los poblados anaqueles y la biblioteca entera terminó en un tumulto como jamás se había visto, sin mayor provecho. El rey bullía. El senescal fue instruido y en breve todo cajón, todo estante y todo arcón de palacio era indagado por manos nerviosas que sujetaban los mínimos vestigios de papel hallado casi como auténticas gemas. Pero nada. La soberana paciencia del ungido se acababa. Pronto, los inquisidores literarios cabalgaron raudos y, con ánimo de complacer a su monarca, confiscaban y vaciaban los cajones, los estantes y los arcones del extenso feudo. Nada se hallaba. Acaso los mal intencionados, sabidos del motivo de desconsuelo de su señor, plagiaban escritos que de tanto en tanto eran descubiertos y revisados por una legión de avezados calígrafos que terminaban desechándolos luego de dictaminar su falsedad. En un delirio final, la propia mano real echó a la hoguera todo lo escrito y todo lo hallado mientras en los miríficos jardines, las flores danzaban ante el fuego. El rey se recluyó en palacio y nunca más sus súbditos volvieron a verlo. Por los caminos corrió una voz triste: el soberano había enloquecido, víctima de su propio pánico.
La voz onírica se fue apagando con las últimas palabras. Recuerdo la silueta poniéndose de pié frente a una ventana. No puedo asegurarlo, pero creo que suspiró.
Es tarde –me dijo el hombre con un tono apenas resignado–. Te dejo esta historia porque es tarde.
Todos somos vasallos alguna vez en nuestras vidas. Todos podemos ser reyes también –dijo mi boca no sin asombro.
Eso no es en verdad importante –contestó el escritor– pero, ¿qué crees tú que eres ahora?
Desperté. Algún olvidado impulso me llevó hasta el mínimo cajón. Una hoja de apariencia antigua esperaba sobre los otros papeles. Escrita en un modo primitivo, decía así:...



sábado, 27 de junio de 2009

Famatina Mon Amour


Enter al Gordo



El frío puro de la mañana hizo de banderazo de partida mientras los pequeños cerros a la salida de Chilecito custodian, acaso para decir: ¡Volvé, que queda vino en la jarra! Es divertido; sólo les faltan los pañuelos, son chiquitos de verdad.
Después la tierra va creciendo a lo largo y a lo alto y la ruta, que siempre es un hilo, hace un tajo entre dos mundos. Al este, un valle casi plano y extenso que termina en la otra sierra (recuerdo fogatas a lo lejos y el humo redondo como queso, apenas suspendido en el aire). Y al oeste los cerros hijos de sus mayores que se esconden más atrás. La verdad es que la ruta nos lleva como si fuéramos montados en ella porque está buena. Veinte kilómetros más adelante tomamos el desvío a la izquierda, cruzamos un puente y luego rodeamos un cerro y a poco de surcar el nuevo camino nos encontramos con plantaciones de nogales y algunos pequeños parrales que nos indican la cercanía de nuestro destino. Y ese mismo olor lechoso de la mañana que a veces se mezcla con el de la leñita quemada. ¡Qué lindo!
Un bulevar prometedor nos recibió al entrar a la pequeña localidad; luego doblamos a la izquierda y tomamos una calle que pareciera que termina entre las piernas de las montañas madres y unas cuadras adelante llegamos a la central, en donde teníamos que realizar algunas tareas. En verdad el trabajo fue un estorbo porque nuestro ritmo de vida choca con esa burbuja de paz del lugar.
Quiero contar otra cosa, eso que siento cada vez que llego a uno de los que yo llamo "shangrilas" argentinos.
Lo más notorio y lo que siempre se percibe en estos lugares, es esa rutina del pueblo que se despereza como un perro de pueblo: una rutina larga, que da tiempo para mirar al sol, para rascarse y acicalarse, para suspirar porque sí nomás, para saludar al que quiera recibir un saludo (en un pueblo son todos), para reconocerse y reconocer al mundo, aunque sea él mismo o aparente serlo. El aire tan bueno te deja ver todo como si fuera una lupa para lo bello. El cielo es tan cielo que, como dijera el cumpa Luis, parece que lo tenés ahí nomás, te subís a una escalera y podés tocarlo. Lo he visto de noche en otros "shangrilas" y sé de qué habla.
Y ese color de la tierra que se sube por las paredes de adobe y llega a los techos bajos y flequilludos y que invita a la modorra sentado sobre un banco chueco, o a rumbear a la mansa penumbra con la china tomada de la mano para regalarse aunque más no sea el aliento cimarrón.
Pero lo bueno dura sólo el día de las ofertas y después hay que dirse, dejpacio nomáh, como perro que lo ha echao, casi asustado sabiendo que va a pasar mucho tiempo antes de algún posible regreso.
A la salida del pueblo nos pusimos tristes y se nos ocurrió pensar qué fabuloso sería tener una máquina teletransportadora y que con sólo teclear F-A-M-A-T-I-N-A y ENTER, apareciéramos ahí para, no sé digamos, tomar unos mates con... pan casero y queso de cabra...mmmmmmm, con ese sol, esa tarde, esa tranquilidad, ese paisaje. Mierda, nos dio pena tener tan poco tiempo.
Pero la luz se encendió y se nos ocurrió deducir qué pasaría si la máquina susodicha tuviera que transportar a nuestro compañero, “El Gordo”, y un mini guión salió de nuestras bocas.
- ¡Enciendan el 2º generador! ¡No podemos teletransportar su cabeza! ¡Máxima potencia! ¡Máxima potencia! (luces rojas en los tableros; sirenas en los pasillos; operarios corriendo)- y nosotros explotando en una sola carcajada mientras imaginamos un inmenso abdomen con piernas semimaterializado en el paisaje. O al revés; semejante masa encefálica flotando sola sobre una vaca sorprendida que sólo atina a emitir un ¿Mu?
Reímos hasta ahogarnos.
Así, con el sol de la tarde aún sin ocultarse tras la majestuosa espalda mineral del mundo, hicimos el regreso sobre el suave colchón de nostalgias por lo que se deja, al que agregamos el somnier de nuestro humor. El sueño llegó después de la cena, con el cansancio del día y el buen vino riojano y antes de apagar la luz y dormirme, murmuré complacido...Famatina Mon Amour...

PD: Si regresamos por Cuesta de Miranda el viaje ya no me pertenece. Si lo hacemos por Cueva del Chacho, me quedo en Los Colorados.



Fragmentos de ausencia



Zapatos


En sus últimos años de sufrir mi padre aprendió a compartir los sentimientos. Un día estábamos en casa tirando todo lo viejo de un galpón tan viejo como el mundo. Nada se salvaba: ropa sucia agujereada por polillas; diarios amarillos con primeras páginas mostrando siempre la misma historia de un país enfermo y sin cura; muebles flacos de no usarse; ¡¡zapatos!! Había un par que nos llamó la atención por su forma y color. Eran aplastados de arriba abajo y tenían una suela ancha. Negros, con los detalles marrón claro de alguna moda pasada.
¿Y éstos? -pregunté con sorpresa.
¡Son para matar cucarachas! -dijo uno de mis hermanos.
¡No! ¡Son las patas de rana de un buzo! -dijo el otro mientras agarraba los zapatos y con los brazos imitaba el movimiento ondulado de las piernas al nadar.
Mi padre rió largo y luminoso pero casi sin hacer ruido, como si el esfuerzo le doliera. Imaginé a alguien bajo el agua con un apretado traje de goma y los raros zapatos. Apenas éramos jóvenes y también reímos mientras el sol alumbraba jocoso esa breve felicidad.